martes, 6 de febrero de 2018

Nostalgia (1ª parte)





En nuestra casa es cuando mejor estamos. Hemos pasado de andar erguidos la mayor parte de nuestro tiempo dentro de sus cuatro paredes, a casi no dejar de andar a cuatro patas todo el tiempo que estamos en nuestro hogar.
Mi esposa ya no tiene dudas y ahora que se encuentra embarazada estoy empezando a convencerla de que cuando nuestro hijo, será niño, nazca, no debemos obligarle a erguirse. Empezará a gatear y debemos alentarle en ese gateo. Que no sea esa la primera iniciativa que le frustramos, obligándole a ponerse de pie. Que crezca gateando. Vernos a nosotros a cuatro patas alentará su propósito.
Será, y es un punto crucial de mi argumento, un nuevo ser para una nueva humanidad.
No sé cómo compaginar ese plan con el hecho de que deberá convivir con el resto de la sociedad sin tener esa capacidad de simulación que nosotros sí poseemos.
Es algo en lo que tengo que pensar.
Los primeros pasos, en este caso gatéos, je, je, para cada nueva época que se le ha abierto al ser humano nunca han sido fáciles. Nuestro deber, como padres, es dejarle el camino al menos indicado. Luego él tendrá que transitarlo, ensancharlo y quién sabe, si engrandecerlo para todo el resto de seres humanos.
Muchas veces he sentido la tentación de comunicárselo a algunos de nuestros amigos. Empezando como si fuera un juego, pero no me he atrevido.
De hecho jugando fue cómo involucré a mi esposa. Y jugando, seguramente, es como arraigó en mí. O no.
La verdad es que la primera vez que tengo la sensación de que algo extraño me pasa es muchos años después de que todo se iniciara. O eso pienso, porque como ya he indicado tampoco estoy muy seguro.
Buceando en mi niñez, encuentro, entre los seis y los ocho años, las tardes que pasaba con mi padre viendo los programas de animales de la dos.
El tenía dos trabajos, uno por la mañana, y otro, al comienzo de la tarde hasta media noche. Aquel lo desempeñaba en un almacén y el segundo en una Iglesia. Era una religión privada, Los Padres de la Salvación Omnisciente y Eterna, PSOE. De verdad. Tenía varios polos, unos de manga corta y otros de manga larga con las siglas cosidas. Era una religión de procedencia sudamericana. Llevaban a cabo el apostolado en casas de seguidores. Abjuraban de las iglesias. Para ellos era como volver al pasado. Mi padre hacía de acólito. Sólo tenía que estar. Un creyente blanco, rubio, del país, daba credibilidad. Había varias personas en esa situación. Es lo que se rumoreaba, porque entre ellos no se conocían. Es lo que le contaba a mi madre mientras comíamos. Decía que era un trabajo muy cómodo pero yo me daba cuenta de que cuando lo decía se ponía algo incomodo. Mi madre lo miraba de reojo.
 Era después de comer que yo lo tenía todo para mí. Nos íbamos al sofá, ponía la segunda cadena de la televisión pública, se tumbaba en el sofá y yo me arrebujaba entre sus brazos. Al cabo de unos minutos la monótona voz del locutor que iba narrando las vicisitudes por las que pasaban los animales se entremezclaba con los ronquidos de mi padre. Era un tiempo sereno, cálido y a salvo de todo.
Las imágenes eran como las maquinaciones de un mago que quisiera encandilarte mientras está tramando su truco delante de mis ojos hasta que sonaba la alarma y mi padre se desperezaba, dispuesto a hacer de creyente.
El día continuaba en la tarde y los deberes me absorbían.
¿Quién dice que no fue en esas tardes cuando se quedó fijada en mí para siempre las grupas de aquellas hembras que desfilaban por páramos, sabanas, ríos y lagos? Leonas, tigresas, panteras, incluso elefantas, hienas, hipopótamas y focas, todas moviendo sus grupas fijando en mi subconsciente su cualidad de género. Todas en un momento u otro con sus crías arrastras.
Muchas veces lo he pensado si no fue en esos momentos, que mi masculinidad, aún flotando en la inopia, le echó un vistazo a aquellas hembras y ya nunca las olvidó.
Porque yo conscientemente nunca he tenido ningún pensamiento en ese sentido.
En mi adolescencia y en mi despertar del deseo sexual no tengo sensación de sentir otra cosa que ese típico cosquilleo al empezar a fijarme en que las que antes de ayer eran niñas de ojos traviesos ahora eran niñas de ojos que te atravesaban, que te miraban reveladoras, haciéndote participe de los recientes descubrimientos que habían hecho en sus cuerpos y que sólo podían dejar que intuyeras bajo su ropa incapaz. El corazón se volvía loco, como cuando como un rayo ibas detrás de la pelota o huías como un criminal delante del adulto de turno que te perseguía tras una travesura. Después todo se fue concretando y como ciegos manoteando íbamos encontrando el camino, en dirección a aquellas tetas calientes y acogedoras, o aquellas entrepiernas de hallazgos inesperados. Y entonces ya los sueños no se acababan en el preciso momento, si no después, cuando ya el conocimiento había tirado otro trozo de pared.
Pero nada me indicaba otra cosa. Ni tan siquiera los comentarios de los amigos me sonaban ajenos. Eran los míos, eran mis sensaciones. Bueno, miento, en esa época en la que las preferencias de cada uno se iban perfilando, a mí de todo lo que una amiga me podía ofrecer era el bamboleo pronunciado de sus caderas lo que más me atraía. No había sonrisa, ni gesto, ni voz, ni pecho que pudiera compararse al atractivo de unas caderas incitadoras.
El movimiento felino.
Pero a otros también les pasaba.
En mi primera experiencia sexual completa sucedió que la precipitación, la inexperiencia, el miedo, sólo dio para una eyaculación. Cuando ella se ofreció, la tome como vino, pero recuerdo el roce de sus nalgas, como la sujete y quise eternizar el momento, asiéndome a sus pechos y aspirando e l olor a leona de sus cabellos.
Creo que fue por aquellos días que aquel recuerdo que yo quizás he inventado, o adornado, que se había quedado almacenado en mi subconsciente despertó. Enraizado en aquella placidez que los brazos de mi padre me procuraban, en la voz calmada del locutor, en las imágenes siempre salvajemente naturales, aquel recuerdo de las hembras de los animales se convirtió en mi objeto del deseo. Y ahora florecía empujado por mis apetencias. Yo quería aquello.
Y así en mis siguientes escarceos las posturas adoptadas terminaban indefectiblemente e n la denominada a “cuatro patas”. Muchas veces de una forma perentoria que hacía que mi compañera de turno pusiera cara de extrañeza, picardía o escándalo, según. Pero no se oponían. Seguramente algo primigenio también asomaba a sus sensaciones.
Cuando alguna de estas compañeras se convertía en habitual, mi predilección que ya era una evidencia palpable era aceptada casi con fruición, pues mi entrega era absoluta. Se retorcían de placer cuando yo detrás olisqueaba y lamía sus partes con algo más que pasión. O arqueaban sus espaldas de forma prodigiosas buscando más de mí al sentir que sobre ellas parecía estar jadeando un animal......

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