domingo, 24 de septiembre de 2017

A la última va la vencida



Aquellas navidades no iba a pasar.
Aquel absurdo hecho que se repetía cada año.
No se acordaba ni de cómo había empezado. Bueno, cómo sí. El porqué, ya era otra cosa. Y las razones por las que continuo año tras año…
Seguramente para hacer gracia. Una rendición. Como tantas otras.
Aunque con el paso del tiempo se había ido dando cuenta de que aunque un rostro sonriente o un rostro enfurecido tienen la misma incidencia, no ha dejado de admitir en toda su vida que hay calidez en uno y no en el otro.
Una calidez orquestada. Voluntaria.
Sí, pero calidez.
La primera vez pasó sin querer.
Estaba montando el árbol y una bola se descolgó. Reaccionó instintivamente y con el pie enfundado en la pantufla le dio para arriba. Subió.
Al volver a bajar intentó cogerla con las manos a la vez que su hija y el resultado fue que salió disparada de nuevo hacia lo alto.
El alboroto ya estaba montado y cuando volvió a caer se habían unido las manos de su esposa, pero su nieto mayor, que no quería cogerla si no jugar, metió hábilmente la mano y le dio para que subiese de nuevo.
Al siguiente descenso, su yerno, que había sido jugador de baloncesto y tenía unas manazas impresionantes, una vez oyó que su hija le decía a su madre,
-Cuando me pone las dos manos, esas que tiene tan enormes, una en cada cachete, ardo.
Y las dos riéndose.
Pues una de esas manazas se anticipó a todas y atrapó la bola.
Escachándola.
No había calculado lo endeble que era.
La juerga aún continuó un rato más.
En el segundo año pasó algo parecido. Una bola cayó y él, al poner el pie en el suelo, la aplastó.
-Ya está aquí la bola de Navidad.
Y los que aquel año estaban en casa, su nieto mayor estaba estudiando en el extranjero y su yerno estaría poniendo las manos en otros cachetes, es decir el resto y el nuevo compañero de su hija, lo festejaron.
La suave risa del amigo de su hija era muy difícil que coincidiera en este mundo con las manos de su ex-marido. Así que, se atrevió a pensar, su hija tenía un problema.
En el tercer año que sólo estaban su esposa y él, lo hizo adrede. Su mujer, que estaba en al cocina, al escuchar el chasquido, vino.
Él acertó a decir,
-Es la tradición.
Y ya no paró.
Cada Navidad, uno de los momentos cruciales, junto a la entrega de regalos, era cuando rompía la bola. Todos los presentes esperaban el crujido. Llegaban anticipadamente para presenciar el simple suceso.
Pero este año no lo presenciarían. Este año, no.
-¿Tienes bolas macizas?- le preguntó a Francisco.
-¿Macizas?
-Sí, que no se rompan.
-Pero, ¿Hay bolas macizas?
Se las agenció por internet, en una ferretería “on line”. Las había ido a recoger a una tienda que cooperaba con la ferretería.
No quería chasquidos estas navidades.
No eran bien, bien bolas de Navidad pero tampoco se iban a romper.
Pesaban lo suyo. Todas juntas casi lo arrastraban.
Al ir acercándose a la casa vio que la entrada ya estaba copada por los vehículos. El sendero que había limpiado por la mañana justo al acabar de montar el árbol sólo pendiente de las bolas, ahora estaba inaccesible.
Este año su nieto mayor traía a una amiga, estaba su hija y su último compañero, no había tenido mucho tiempo para observarlo, sus otros nietos y un hermano suyo, emigrante en Argentina, con su mujer y dos de sus hijas.
Daba igual quien estuviese. Estas navidades no habría “bola que se rompe” tradicional.
Había nevado durante la noche y con el frío del amanecer el dulce y blanco manto de nieve se había convertido en hielo, duro y resbaladizo.

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