sábado, 12 de septiembre de 2015

La otra virgen




Este cuento me salto a la cara, gracias al
detonante que puso en mi mente
Per Olov Enquist, cuando escribió sobre
la viuda Lousia Andersson.


¡Cómo desde siempre ha habido
alguien que vive de las chanzas
que sobre nosotros llueve!



Es una tradición muy arraigada, aún persiste en nuestros días y sobre todo en el sur y noroeste del país, el pasear por las calles de los pueblos la imagen de la virgen en una capilla a modo de urna, con el frontal protegido por un cristal, que dentro la muestra sola, en actitud de oración, o con el niño. También las hay con santos, solos, o acompañados por algún animalillo bendecido. Tanto en un caso como en el otro, tienen en la base de la capilla una hucha.
Esta capilla, a modo de hornacina ambulante, va de casa en casa y durante unos días protege y guarda de peligros y desgracias a los miembros de aquel hogar en el que es acogida. Más protege y más guarda entre más generosa sea la limosna introducida en la hucha. De esta manera tan devota y discreta se produce un trasvase importante de las reservas monetarias familiares a las reservas eclesiásticas.
Así pues era normal que esta urna te la encontrases tanto en tu casa, como en la de tus abuelos y tíos, o en la de los amigos. Era un curioso viajero que como tú, y los vecinos del pueblo, se iba haciendo presente en casi todos los hogares del mismo. Siempre estaba el anticlerical de turno que abominaba con las peores palabras de semejante práctica que mientras los practicantes la calificaban de piadosa y ferviente, él le dedicaba a éstos, con apasionado ímpetu, epítetos del tipo de santurrones, mojigatos, gazmoños y meapilas. En fin.
Era una imagen a la que le llovían los ruegos y las encomiendas, y que a veces tenía delante una palmatoria con una vela encendida. Eso indicaba un pedido especial o más allá de lo habitual. Un embarazo pronto a concluir. Una deuda imposible de pagar y hasta había peticiones fuera de toda piedad, cargadas de malevolencia, que por supuesto la virgen nunca se avenía a complacer por muy preferida que fuera aquella familia en la que pasaba unos días y que tan atentamente la trataban. La imparcialidad estaba fuera de toda duda, pero siempre estaba el creyente que se creía el ojito derecho.
Una actitud, ésta de las encomiendas, que servía para bien poca cosa. Pues con el paso del tiempo te dabas cuenta de que las cosas terribles que pasaban lo hacían sin seguir un claro patrón que relacionase los hechos con la usencia o presencia de la virgen en tal o cual casa. Enfermedades, muertes, accidentes iban acaeciendo según un misteriosos orden que no había manera de relacionar con la presencia, cercanía, lejanía o ausencia de la virgen. Y había hasta peticiones que no se cumplían a pesar de haberlas apoyado con la donación de la paga de un domingo. Como una que yo me sé que consistía en que al maestro le cayese en la cabeza, al entrar el lunes a clase, un pirulí de esos que cuelgan de las tejas en invierno. Justo cuando se quitara la gorra para entrar.
Esto de que no se cumpliesen las peticiones es lo que le debió pasar también a Juanote y a su familia. Que hubo una riada y ante ella a buen seguro que todos se encomendaron no a la virgen, si no a la virgen y a toda la retahíla de soldados de la Fe que existen.
Una riada que obligó a desviar el río. Y que ante la falta de implicación de las fuerzas divinas, obligó a los del pueblo a tomar una decisión. Todos, menos Juanote, decidieron que lo mejor era desviar el río justo por el trayecto en medio del cual estaba su casa. Era una casa o medio pueblo.
Se hizo, pero a Juanote nadie lo convenció y se fue con la riada, dentro de su casa. Nunca se encontró su cadáver. A saber dónde lo llevaría el río Esla.
Quedó como testigo de que aquello había sido algo más que una pesadilla, su mujer y su hijo de seis años.
Isabel no era del pueblo. La había conocido Juanote en una fiesta de otro pueblo y se la había traído.
Después de la riada, los del pueblo no se atrevían a decirle que se volviese al suyo y hasta hubo un puntilloso  que emocionado y con palabras trémulas por el sentimiento, adujo que el hijo fruto del matrimonio era del pueblo, pues allí había nacido. Por lo que entre todos tendrían que construir una nueva casa para Isabel y su hijo. Un hogar, dijo.
A nadie se le ocurrió argumentar que precisamente una casa es lo que todos los vecinos le debían a Isabel y su hijo, pues al fin y al cabo su hogar y su marido habían sido sacrificados tras una decisión que entre todos habían tomado para que el resto del pueblo se salvase.
Pero surgió un problema. ¿Qué hacer con ellos mientras se construía la casa?
Era otoño, venía el frio. Isabel y su hijo necesitaban un lugar en el que esperar el nuevo hogar.
Tras mucho discutir y visto que parecía que nadie tenía lugar, ni recursos de sobra para acogerlos se tomó la decisión salomónica de que sería acogida por cada familia durante una semana, de manera rotatoria, hasta que la nueva casa estuviese dispuesta. ¿Cuánto tiempo sería ése? No se sabía. El que hiciera falta.
En el pueblo había más de cien casas, pero cuando se empezó a planificar como iría la gira de Isabel e hijo, se concluyó que sólo treinta casas estaban en condiciones de acogerlos. Lo que significaba que cada treinta semanas Isabel y su hijo volverían a la casa dónde empezaron su tiempo de refugiados.
La laboriosa tarea de adjudicar las semanas a cada uno de los vecinos llevaba sus buenas tres horas cuando a Dionisio, que era el alcalde, se le ocurrió una idea que “daría empaque”, así mismo lo dijo, a la distribución en las casas de acogida.
¿Por qué no acogerla al mismo tiempo que a la virgen?
-¡Qué a la virgen!- tronó Ángel el Pajalarga- Pero. ¡Qué coño estás diciendo! Esa no entra en mi casa mientras yo esté vivo.
Era lo que se dice un anticlerical. No sabía por qué. Era como esos rencores de familia. Naces y ya están allí. Creces con ellos y un buen día los has hecho tuyos. Sin dedicarle ni un segundo a la cuestión.
-¿Una semana ese armatoste en mi casa? Ni hablar. Ella sí- y miró a Isabel- pero esa escurrebolsillos ni hablar.
Aquí Dionisio hizo valer las dotes que lo llevaban manteniendo de alcalde desde hacía más de treinta años sin que nadie supiese a ciencia cierta cuál era la razón y tras hablar y hablar acabó rindiendo a Ángel que aceptó tener a la viuda, a su hijo y a la virgen tres días.
O sea cada tres días el grupo cambiaba de familia.
Dionisio, que en esos momentos tenía a la virgen en su casa dio el pistoletazo de salida.
-La virgen está conmigo. Nos llevaremos a Isabel- la miró- y al niño. Dentro de tres días te toca a ti Saturnino.
-De acuerdo- dijo Saturnino y miró a Isabel que en esos momentos abrazaba a su hijo, consolada de tanta desgracia.
Aquello debería haber devuelto la tranquilidad al pueblo, que al día siguiente empezó las reuniones para establecer el lugar y el cómo iban a construir el nuevo hogar para Isabel y su hijo. La viuda y el hijo del fallecido, recordemos.
Desde aquel momento toda la indiferencia que hasta ese momento había sentido sobre sí la figura de la virgen, quizás porque no se involucraba en las encomiendas y que se evidenciaba en el hecho de que a veces más de una vecina se había visto sorprendida con la urna abandonada a la puerta de su casa cuando volvía de comprar o de pasar la tarde en casa de alguna conocida ya que otra sin esperarla,  allí la había dejado, como se deja un bulto, por no hablar no ya de la indiferencia sino de la falta de aprecio que al respecto mostraban los hombres, se había trocado en interés.
No sólo las mujeres vigilaban que la figura no estuviese más allá de los tres días acordados en la casa que les precedía si no que hasta algún hombre se había atrevido a barnizar las puertecillas que cerraban el altar, a engrasarle las bisagras e incluso se hablaba de poner un cristal, de esos modernos, que evitara que la luz deteriorase la imagen.
Por lo que era habitual escuchar en el bar a algún hombre, entre trago y trago,
-¿Por dónde anda ahora la virgen?
-Está en casa de Eleuterio.
-¿Y dónde anda Eleuterio?
-No lo sé, hoy no ha venido, ni ayer.
Y seguían bebiendo.
La Naturaleza hace y deshace según le conviene, y lo peor es que no hay manera de cogerle el truco a esa conveniencia, que unas veces va así y otras asá. Unas veces nos favorece y otras nos jode bien jodidos.
Así que aquel asunto empezó con que la Naturaleza se llevó la casa de Juanote, con él dentro, y acabó cuando Isabel, su viuda, ya no pudo disimular que llevaba algo dentro.
No pudo por dos razones. Una, es que ya no podía trabajar en cada casa en la que entraba como una mula, pues se cansaba mucho y a veces pasaba horas, casi días, encamada debido a las nauseas y el malestar. Y la otra, es que dado su estado de viudez, el aspecto que presentaba, cada vez más evidente, hacían incomoda su presencia en el pueblo, de casa en casa.
Los adultos hechos al disimulo, desde que salieron de la juventud, hacían lo que podían, pero los jóvenes, siempre insidiosos, irresponsables, irrespetuosos y desvergonzados comenzaban a aliarse con el escándalo.
Eso, y el orgullo herido de las que la habían acogido en sus hogares con toda la compasión del mundo para ahora verse traicionadas de esa manera, obligaron a tomar una decisión drástica.
-No hay más remedio- dijo Dionisio- Además la cosecha ha sido muy  buena y entre todos podemos hacerlo. Yo lo buscaré y se lo propondré. Seguro que aceptará. Irse a la ciudad con la vida resuelta. ¿Quién lo puede rechazar?
-Pero, ¿Y la criatura?- peguntó uno que siempre hay en estas reuniones que aúna la candidez con la buena intención.
Nadie sabía que responder.
Y fue Dionisio, como acostumbraba a pasar, quien encontró la respuesta,
-¿La criatura? ¡Pero si tiene tres años!. Se va con ella que es su madre. ¿Él?, ¡Del pueblo será siempre!.
Y así se zanjó la cuestión.
Lo que le pasará después de este capítulo a la virgen ya no pareció interesar a nadie.
Me refiero a la virgen de la urna, la de siempre.

FIN

La otra salió muy bien de la historia, y aún hoy en día se lo cuenta a mis hijos y riéndose apostilla,
-Parece mentira.
A mi hermano pequeño no le hace gracia. Pero hoy vivimos otros tiempos y estas cosas parecen propias de otra especie. Así que terminamos riéndonos todos.

AHORA SÍ, FIN DE VERDAD