domingo, 7 de diciembre de 2014

Nuevas estrategias de la cirugía médica



Le estaba pasando ahora con el corazón, como le pasó antes, cuando el clarinete, y mucho antes, cuando empezó a andar. Una sensación de ansiedad porque algo grande iba a suceder y después una enorme decepción porque sólo era aquello. Se trataba de descubrir, al fin y al cabo, que nada puede suplir la falta de contestación a la madre de todas las preguntas. Nada. Que quede bien claro, nada.
Nada, ese concepto aniquilador que no ha existido nunca, porque la nada no existe, y que nosotros hemos inventado porque amamos los contrastes. Los amamos porque los necesitamos. Como pasa con todo lo que amamos. No se ama, se necesita. El romanticismo es necesidad de comer.
Se acuerda, se acuerda perfectamente. La primera vez que se puso de pie. Tenía en la mente aquella forma roja que brillaba por la mañana y por la noche. Inaccesible, en lo alto de aquel mueble. Una mesa. Una mesa, simple y ramplona, oscurecida por el brillo deslumbrante de aquello. Se fue tambaleando hacia él y lo tiró. Gritos y sacudidas y él que se reía, se reía, desconocía los códigos y reía.
-Entonces pensé que sabías jugar muy bien- le decía a su madre, años después, cuando recordaban el incidente. Y ella,
-Es del todo punto imposible, hijo, que te acuerdes de aquello. Tenías un año escaso.
Su madre puso otro objeto y él saco la conclusión que nunca le abandonaría, de que ponerse a andar  y perder aquella fuente de brillo rutilante de alguna manera estaban unidos.
-Volviste a gatear durante un tiempo. Fue muy chocante- concluía su madre.
No se atreve a decirle que fue una decisión consciente. A la espera del brillo ausente, que no volvió nunca más.
A la segunda vez que se puso de pie ya sabía que aquello era algo que había que hacer pero que no conduciría a nada. Ser consciente de aquello y no poderlo contar. Porque aún no hablaba.
Y apareció la pregunta por primera vez: ¿Cómo aquello había dejado de brillar?
Ahora el doctor le pedía que le hablase de lo que pasaba por su mente, porque le iba a operar del corazón, y quería empatizar con él todo cuanto pudiese. Era una nueva estrategia de la cirugía. Conseguir que el cirujano fuese lo más posible el paciente que iba a ser operado. Hasta había sucedido en casos de renombre, en los que había tiempo para planearlo, que el cirujano y el paciente habían convivido y lo habían compartido todo durante unas semanas. Tiempo y dinero.
La segunda vez fue durante sus estudios de clarinete. Tardíos pero gratificantes. Para entonces ya había descubierto que lo que nos sucede acababa de suceder hace unas milésimas de segundo. Estaba previsto. En realidad era muy fácil de entender. Lo que se ve, antes se ha previsto. Nada puede verse sin antes preverse. Pura lógica que gobierna nuestra vida y que nosotros ignoramos. Cuando alargas la mano para acariciar, la caricia en tu mente ya pasó. Lo valoraste y tomaste la decisión.
También había descubierto que la voluntad es el arma que les crece a los que no tienen talento o sufren de contratiempos. Los talentosos en realidad son instrumentos del destino. No entienden nada, sólo actúan.
Un día sintió un ligero temblor, con el clarinete entre las manos y previó que si lo intentaba por fin podría interpretar música, libre ya de tecnicismos y disciplinas. Lo había sospechado pero no se lo acababa de creer. Tomo una composición de Mozart que le gustaba especialmente. Llena de ese juego que ha hecho a este músico inmortal y puso sus labios sobre la caña y sintió que los dedos estaban en su lugar, aposentados plácidamente como una serpiente en primavera se aletarga tras una comilona. Y sólo, durante unos breves minutos, se dedicó a soplar en armonía con el universo.
A penas se estaba reponiendo de la experiencia que sonó el timbre de la puerta. Un certificado del Ayuntamiento.
-¿Usted sabe lo que me acaba de pasar?- le dijo al funcionario.
El funcionario puso cara de sorpresa primero y después de temor.
-¿Dónde tengo que firmar?- admitió.
Mientras firmaba vio como el objeto se desplomaba de la mesa y, unos segundos después, se dijo con humor,
-A gatear de nuevo.
Se quedó en silencio y miró al cirujano. Éste le dijo,
-Me parece que le he entendido pero me sorprende que en estos pocos minutos que nos da la clausula de su contrato con la mutua no me haya dicho nada de su familia.
Lo sintió de nuevo, pero ahora ya estaba curado de ilusiones. Sabía que saliese como saliese la operación, todo estaba como siempre, sucediendo a su ritmo. Impasible y hermético mundo que nunca ha contestado ni una pregunta.
Al fin y al cabo gatear o que te lleven en camilla sólo son dos opciones a andar de pie.

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