martes, 22 de abril de 2014

Grietas


                                         
                                            

Dios me creó para niño...... ¿Pero por qué dejó que la Vida me golpease y me quitase los juguetes, y me dejara solo en el recreo, estrujando con mis manos tan débiles la bata azul sucia de lágrimas copiosas?. Fernando Pessoa



 Aquella tarde en la que empezó a sentirse perdido nadie había vuelto a casa. Solo él estaba sentado en el sillón de su padre, preguntándose por qué a esa hora su casa no era la suya. Debía estar escuchando primero al profesor de matemáticas y después al de Física, aquel día de la semana, como todas las tardes, menos aquella.
Llovía fuertemente y las salas de la planta baja del edificio donde se ubicaba el colegio se habían inundado. Imposible dar clase.  Imposible en la alteración del momento, que todo lo que debía fluir ordenadamente lo hiciera. No había autobuses, no había padres, y no había tranquilidad para tomar decisiones.
Así que se vio parado, de pie, delante de su casa, diciendo adiós a un coche que creía recordar haber visto aparcado alguna vez enfrente de la escuela y al que subía su profesora de francés, que sin embargo para llegar hasta su casa había sido conducido por una persona que no conocía.
El coche, la persona desconocida que lo llevaba y dos compañeros más desparecieron en la esquina de la calle.
Miró la puerta cerrada de su casa y recordó que al llegar ante ella cada tarde con Emilia, ésta se agachaba y hurgaba en unas macetas. Lo hizo y encontró una llave.
Abrió la puerta y no había nadie.
¿Dónde se van todos cuando él no está?
Subió a su habitación y le tranquilizó ver todo aquello que le era familiar. Después recorrió cada estancia y toda la casa le pareció una copia de la suya, una copia perfecta en la que faltaban los muñecos, ellos, pensó.
Bajó al salón y se sentó en el sillón que siempre ocupaba su padre. Estaba convencido de que era otra casa.  Se acordó del rincón. Se aburrió un rato más y después, con su mochila y su abrigo, se escondió en él.
Debió quedarse dormido porque el primer ruido que recuerda le hizo abrir los ojos.
Su madre y Emilia entraban riéndose. Su madre se quitó el abrigo y lo tiró sobre el tresillo, se volvió hacia Emilia y le ayudó a quitarse una trenca de color gris que ante había sido suya.  Pero algo pasaba porque se demoró en quitarle la prenda y parecía como si su madre tropezase y se cayese sobre Emilia. No parecía ser grave, pues seguían riéndose y diciendo frases que él no entendía bien, solo palabras sueltas como tarde, perfecto y rato. Todo parecía ir bien, porque en agradecimiento de quitarle el abrigo, Emilia le dio un beso a su madre, de la misma manera que hacía su padre.
Después sucedió algo inaudito. Emilia le dijo a mi madre que preparase un té. Era imposible aquello, pensó. Desaparecieron hacia la cocina y ya solo oía. Oía risas, tazas y cucharillas y chasquidos extraños que no sabía muy bien de dónde procedían.
Apenas podía concentrarse en lo que pasaba, la idea de que Emilia le dijese a su madre lo que tenía que hacer le trastornaba. De pronto el mundo se había vuelto al revés.
Estaba intentando asumir aquel vuelco de la realidad cuando entró su padre. Sus pisadas duras y decididas lo pusieron al alcance de su mirada mientras dejaba el abrigo en el perchero. Metió la mano en los bolsillos del abrigo de su madre y hurgó en ellos, buscando algo.  Sacó unos papeles y les echaba un vistazo cuando oyó  el taconeo de su madre y los volvió a dejar precipitadamente.
-Hola, cariño – oyó a su madre.
-Hola princesa – contestó mi padre.
Se besaron como Emilia la había besado y acto seguido su madre dijo:
-Emilia, nos traes los tés al salón, por favor.
-Enseguida, señora – se oyó desde la cocina.
Al cabo de unos minutos, pasó delante de él Emilia, con su uniforme, camino del salón, cargada con una bandeja y el servicio de té.
Algo le picaba en el culo, porque dejó la bandeja sobre el mueble del vestíbulo, se subió la falda y se rascó en una de las nalgas. El vio como ella no llevaba nada debajo. Volvió a coger la bandeja y desapareció.
-Hola, Emilia – oyó a su padre.
-Hola, Señor – oyó a Emilia.
En la calle arreciaba la lluvia y pensó que también  aquella casa que parecía la suya se podía inundar  y entonces alguien  lo llevaría a otro sitio donde  lo dejaría y podría seguir viendo cosas extrañas.
Volvió a pasar Emilia camino de la cocina y oyó la puerta que se abría de un empujón y entraba su hermano acompañado de una amiga que ya había venido más veces.  Entraron resoplando y empapados. Se aproximaron al rincón, mientras saludaban.
-¿Hay alguien?-  dijo mi hermano.
Del salón contestaron y de la cocina también, pero nadie salió.
Se quitaron los impermeables y los dejaron colgando en una percha que había sobre la puerta del rincón donde estaba. Se quedó a oscuras.
Su hermano le decía algo a su amiga, mientras se reía,
-¿Tomamos un café y nos duchamos? ¿O nos duchamos y merendamos?
Su amiga le dijo:
-Siempre estás con lo mismo.
-¿Con el té, quieres decir?- contestó mi hermano riendo.
-Sí, con el té, narices – dijo su amiga.
Y subieron a su habitación. Aquel joven se parecía a su hermano pero no era él. No le gustaba el té y jugaba  con él partidas larguísimas a la Wii, diciendo  cosas como “ánimo chaval”, o “atento chaval, que te voy a destrozar”, y no se reía como se había reído.

Estaba cavilando y tratando de encontrar un asidero que le permitiese afianzarse en cualquier tipo de certidumbre de lo que le estaba pasando, cuando volvió a oír la puerta. Esta vez entró el único que faltaba, si se exceptuaba a él, que estaba pero no estaba. Se trataba de su abuelo. Su abuelo era más que viejo, según decía él mismo, su abuelo era puro pellejo.  Entró tambaleándose, como siempre, ensimismado y cabeceando, sumido en algunas de sus manías que decía su madre.
A pesar de estar lloviendo no venía mojado y dejó el paraguas cerrado y seco colgando por la empuñadura en una alcayata en la que debía haber un cuadro. Siguió en silencio, sin saludar a nadie, hasta que se tiró un pedo. Más que un pedo era una ristra de pedos, una ametralladora; y no estaba en el cuarto de baño, como mandaba su madre. Después eructó y por último se hurgó en la oreja mientras se sentaba en una silla del vestíbulo.
Después de toda esta actividad, de pronto se detuvo y ya no hizo más movimientos. Parecía una estatua. Se oía el murmullo en el salón, algún ruido metálico en la cocina y golpes sordos en la habitación de su hermano.  Su abuelo manaba silencio y ya era la hora en que Emilia debía salir para ir a buscarlo al colegio.
¿Estaría allí él, esperando?
Imposible. Imposible ¿qué? Todo, se dijo.
De pronto se le ocurrió que podía hacer algo. Salir corriendo para el colegio y esperar la llegada de Emilia. Esta llegaría hasta él y al producirse el encuentro todo recuperaría su aspecto habitual, el que él conocía.
Recuperaría a su familia tal y como eran, y no como aquella desviación hacia maneras nunca vistas.
Sin él, aquella casa estaba incompleta, sin rumbo.
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Miró a su abuelo, estatificado y se preparó para salir corriendo al punto de cita con el mundo de siempre, del que se había visto arrojado seguramente por la lluvia.
Estaba abriendo la puerta de la calle cuando oyó a Emilia decir:
-Hombre, jovencito, ya estás aquí hoy.
Entonces, a pesar de no tener miedo, supo que estaba perdido.